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Autor:
Rafael González.
Antes
de vivir donde vivo ahora, vivía en un lugar rodeado de gente muy sencilla y
humilde, pero con un corazón que no les cabía en el pecho. Cerca de mi casa
vivía un señor extrañamente feo, de unos sesenta años, quien tenía una esposa
muy pero muy fea; su cuerpo era sumamente extraño, sin forma alguna, su caminar
era torpe y cansado, su cara, ¡aaayyy Dios! su cara, era feísima. Cada vez que
los veía juntos, no dejaba de preguntarme que se habían visto el uno al otro y
pensaba para mis adentros: "Bueno, como son horribles los dos, tal vez no
se den cuenta lo feo que son". Porque los feos no ven feo a los demás y si
lo ven, guardan silencio. Yo me casé (Ya había estado casado antes) con una
mujer linda, yo tenía 30 años y ella 22, les gustaba a todos en la escuela
donde la conocí, pero como se escribir y decir cosas bonitas, logré
conquistarla; yo no era un Brad Pitt, pero tampoco era el monstruo de la Laguna
Negra. Han pasado 31 años desde entonces, ya no soy aquel joven buenmozo que
conquistó a mi esposa, y aunque ella sigue siendo una mujer hermosa, ya no es
aquella chica bella y coqueta que me enloqueció, pero aún nos amamos, salimos
tomados de la mano, a veces le robo un beso en la calle porque a ella no le
gusta y quién sabe si alguien pensará de nosotros lo que yo pensaba de los dos
viejos aquellos, jajajaja...¿Qué cosas no?. Ahora sé porque aquellos dos viejos
de mi historia, estaban juntos. La vida te devuelve lo que le das, por eso
alguien dijo: "Haz bien y no mires a quien". A veces, paso por aquel sector
donde una vez viví, y sentados al frente de su casa, veo a los dos viejos,
juntos, muy cerquita el uno del otro, para muchos siguen siendo los dos viejos
más feos de la comarca, pero yo aprendí a ver otro tipo de belleza, la belleza
interior que todos tenemos, esa belleza que muy pocos pueden ver, la belleza
que te proporciona el verdadero amor y la verdadera felicidad
Autorizada
su publicación.
Publicado:
domingo 14 de agosto de 2016
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