Mi mamá fue católica toda su vida, creyente y fiel cumplidora de las enseñanzas de la Iglesia, a ella le debo, entre otras cosas, el haber aprendido a rezar y a valorar lo sagrado. Todos los domingos, religiosamente, íbamos a la misa en la Parroquia Santa Cruz de Pacairigua, de Guatire, Estado Miranda, Venezuela. En ese recinto de Luz Divina fui creciendo.
Un día, estando en 5to Grado, en el Grupo Escolar Elías Calixto Pompa, mi maestra Felicia de Palacios (la mejor maestra que he tenido) me reprendió (con amor pero con firmeza) porque yo era tremendo y cuando me juntaba con mi hermano Luis Ereipa... Diossssssssss, no dejábamos dar clase, él era más tremendo que yo... bueno, lo cierto es que la maestra nos regañó y, como decía el actor Jorge Tuero, en su famoso personaje, el terror del llano, ¡Tieeembla Tieerrra! nos dijo la palabra más aterradora que los niños de mi época solíamos escuchar : - "VOY A HABLAR CON SUS REPRESENTANTES"... (La mamá de mi amigo Luis Ereipa, la Sra. María Pantoja de Ereipa, (QEPD) trabajaba en la escuela, menos mal que la mía estaba en la casa).
¡Dios mío! Esa frase me congelaba el cuerpo, me helaba la sangre porque si la maestra se le ocurría decirle a mi madre que yo me estaba portando mal, la palabra de la maestra era “Santa Palabra de Dios! Te alabamos Señor... uff eso era pela segura y castigo severo porque nuestros Padres y Maestros eran seres de respeto absoluto y su palabra era LEY.
Temblando salía del colegio y me dirigí de inmediato a la Iglesia, la cual, además de estar muy cerca de la escuela, permanecía abierta todos los medio día, me senté a rezar frente al Santísimo Sacramento para que mi maestra olvidara mi falta, estando allí se me acercó un joven sacristán llamado César Fernández (QEPD), el cual se dirigió a mí y a otro niño que también estaba rezando (a lo mejor también se había portado mal), con voz suave y lleno de ternura nos dijo que si queríamos ser monaguillos ¡ALELUYA! Dios me escuchó, de inmediato le dijimos que sí y él nos llevó a la sacristía, nos midió unas pequeñas sotanas rojas (todavía recuerdo el olor a guardado) y nos sacó al altar, llamó al Padre Florencio Jiménez (párroco para la época), recuerdo que le dijo: -“padre qué le parece estos dos niños como monaguillos, uno a cada lado del altar”... Monseñor Florencio le respondió: -“no, mejor los sentamos en los bancos donde se sienta la feligresía, de primeros, uno a cada lado, para que sean ellos los que se encarguen de recoger la colecta”... íbamos a ser una especie de “limosneros del culto”, pero no importaba ya éramos oficialmente monaguillos...
César, el Sacristán, nos dio la sotana para que la lleváramos a casa, le pidiéramos el permiso a nuestras madres y laváramos aquel ornamento sagrado el cual estrenaríamos en la misa del domingo... el otro niño, llamado Isrrael, salió por su lado y yo por el mío “más contento que niño con sotana nueva”, cuando llegué a la casa le conté a mi mamá lo que había ocurrido (ni de broma le conté la causa por la cual estaba rezando) ella se contentó muchísimo, en ese mismo momento me lavó la sotana roja (había jabón en esa época y suavizante), al secarse me la planchó y el domingo siguiente ella, orgullosa, me llevó a la misa, por cierto se sentó con mi hermana en la fila de bancos que me fueron asignados para recoger la colecta.
NOTA:
Creo que mi maestra hermosa nunca le dijo nada a mi mamá, presumo
que no le dijo nada porque ella también se sintió orgullosa de ver
a su alumno de monaguillo en la misa del domingo, me perdonó...
Gracias Dios mío, Gracias Maestra Felicia.
Ja ja ja ja... Muy bueno el relato. Se da cuenta yo tengo razón, su mamá súper orgullosa.
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