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jueves, 17 de agosto de 2017

EVOCANDO A MORELLA

Imagen tomada de AQUÍ

EVOCANDO A MORELLA

Era un tiempo feliz, de despreocupación, no tenía importancia el mundo que nos rodeaba. Era sólo hablar, compartir, discutir sobre banalidades y sentir oleadas de afecto indefinible porque no había llegado el momento propicio para clasificar, desmenuzar y entender tantas cosas que luego fueron una realidad.

Ibas vestida con tu uniforme de aquellos lejanos años, pulcro, blanco y verde, caminabas pausadamente y nada parecía perturbar nuestra conversación fácil, limpia, sencilla, llena de evocaciones acerca del día, de los compañeros, de los profesores, de uno que otro examen. ¡Era la vida tan simple, tan vida! 

Caminaba a tu lado, eso sí, casi siempre arrobado, viendo tu larga clineja negra, brillante, pulcramente peinada, tus ojos, grandes, negros, tímidos, tu voz bajita y cálida. Bajábamos desde el liceo por la empinada calle en la oleada tumultuosa de los gritos y el vocerío de compañeros y amigos, y luego atravesábamos la llamada zona industrial, calles amplias, solitarias, dignas confidentes de nuestras conversaciones casi susurradas, lejos del ruido perturbador que quedaba atrás, muy atrás.

Seguíamos por la calle real y las casas se deslizaban a nuestro paso, pero nada conmovía nuestro caminar; casas, negocios, hombres, mujeres, surgían, se cruzaban y nosotros seguíamos nuestra ruta de siempre, ajenos al mundo y sus fachadas. Nos interesaba ser uno con el otro, al menos era así para mí. Ahora recuerdo esos detalles y la evocación se hace perturbadora, pero era un inocente muchacho, un zagaletón de la época, un bueno para nada que sólo te miraba y en largos recorridos te acompañaba hasta tu casa. 

Pasábamos de largo la calle por donde se subía a la mía y no me importaba caminar, seguir a tu lado, mantener cerca tu presencia que me llevaba de un ala y no sabía por qué. Morella, ¡ese era tu nombre! Y me parecía que las sílabas del mismo se entretejían y formaban el más sonoro nombre, la más linda palabra y yo ignoraba que entre sus letras bailaba la palabra amor… amor de ella, ¡Morella! Sin embargo, nunca lo supiste, creo que nunca lo supimos. Nunca, palabra del no más, dimos un paso que delatara ese sentimiento desconocido, ese revoloteo en los oídos, ese palpitar apresurado que me hacía regresar a mi hogar alegre, pensativo, en la feliz inocencia de lo que se presiente, pero al mismo tiempo se ignora, esperando el otro día para volver a acompañarte, a llevarte como caballero a su dama, en caballos de viento y amor, de pasos cortos, más bien recortados, tratando de alargar el instante del adiós, de la despedida vespertina. ¡Ah, las tardes! Eran las mejores; cálidas, casi dulces porque era ese el instante mágico de las 5 cuando descendías del caballo imaginario y yo te depositaba, también imaginariamente, en la puerta de tu castillo, luego de pasar el puente, que no era de piedra, sino de una autopista que se antojaba trepidante, llena de dragones que trataban de cortarnos el paso, pero que cada tarde y a la misma hora vencíamos para llegar a la despedida siempre negada.

Eran días de despreocupación, sí, pero de tensiones por la espera del nuevo amanecer, del regreso al aula iluminada por tu presencia, de volver a ver tus grandes ojos dulces, tus delgados labios que ponían la más hermosa sonrisa en un rostro sencillo, perfecto, alegre, despojado de artificios. 

Morella, recuerdo fútil, hoy te evoco y me pregunto será que tú también sentías lo mismo, podré creer que compartimos esos instantes y que hoy tal vez recuerdes al desgarbado muchacho que te hacía compañía, que se sentaba en un pupitre cercano, adorando, sin saber, tu presencia, tu esencia de muchachita dulce y diminuta que hacía que el barco de mis sentidos naufragara día a día sin rumbo, sin norte, sin viento… Al final, una hoja que crepita en el fuego del olvido. ¿Quién puede saberlo? Ya nadie, ni yo mismo.

Morella, dónde te habrás metido; es que sólo vives en esta memoria suelta, en esta evocación melancólica, que se guarda solapada, atesorada, de esos secretos que nadie debe saber, y que hoy sale, libre, natural, a fuerza de pensarlo y entender que un tiempo feliz puede existir, que las memorias fluyen sin muro de contención y te dejan el alma plena.


Manuel F. Calderon
18/02/17
Autorizada su publicación.
Fecha de publicación en este Blog: miércoles 17 de agosto de 2017.

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