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La
algarabía alucinante, los ojos entrecerrados miran más allá del
odio, las bocas torcidas lanzan gritos que se confunden con las
lenguas milenarias que expresan inconformidad, el calor sofocante del
sol instalado en el cenit, las armas alzadas, blandidas como trofeos
amenazadores, y en un pequeño promontorio un hombre de pie, el
cuadro alucinante de la ejecución que se presiente, los hombres con
su cuerpo todo acusan de algo, de crímenes, de religiones culpables,
de odios fraguados durante milenios, de razas y voces distintas pero
iguales al final… las cámaras y teléfonos se aprestan, todos
esperan el momento… órdenes, más gritos, más odio, más tragedia
flotando entre la calina del desierto que sofoca las voces, que hace
que se perciban como llegadas de la oquedad de un largo y triste
túnel… hombre empujado, hombre arrodillado, hombre acusado, hombre
insultado, un hombre, sólo eso, un hombre… el arma homicida apunta
y sorprende la serenidad del arrodillado, nada en él denota que en
un instante, un fogonazo desmenuzará su vida en un inmenso charco de
sangre… Y suena, seco, certero... Y cae, quieto, ni un quejido, y
la roja señal de lo consumado se desparrama por las arenas desoladas
rojiamarillas inundando una vez más un suelo que la recibe cansado
de tanta que ha sido derramada inútilmente… Los sueños, la vida,
el amor, la familia, los hijos posibles, todo se fue con ese sonido
que el eco a lo largo de los tiempos viene repitiendo… Hombres que
gritan, que se sienten alegres, que enarbolan sus armas como signo de
los tiempos, como queriendo capturar la imagen nítida del capturado,
todos alzan sus manos con el artilugio que perpetuará la señal de
que las arenas seguirán recibiendo su cuota eterna de vida
desperdiciada.
Autor:
Manuel F. Calderón
Autorizada
su publicación
Publicado:
martes 04 de octubre de 2016
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