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IMAGEN TOMADA DE AQUÍ |
PREGÓN
DOMUND
La
patria del corazón
Excelentísimo
Sr. Arzobispo Juan José Omella, monseñores, autoridades, amigas y
amigos: No puedo empezar este pregón sin compartir los sentimientos
que, en este preciso momento, me tienen el corazón en un puño.
Estoy en la Sagrada Familia, donde, como decía el poeta Joan
Maragall, se fragua un mundo nuevo, el mundo de la paz. Y estoy aquí
porque he recibido el inmerecido honor de ser la pregonera de un
grandioso acto de amor que, en nombre de Dios, nos permite creer en
el ser humano. Si me disculpan la sinceridad, pocas veces me he
sentido tan apelada por la responsabilidad y, al mismo tiempo, tan
emocionada por la confianza.
No
soy creyente, aunque algún buen amigo me dice que soy la no creyente
más creyente que conoce. Pero tengo que ser sincera, porque, aunque
me conmueve la espiritualidad que percibo en un lugar santo como este
y admiro profundamente la elevada trascendencia que late el corazón
de los creyentes, Dios me resulta un concepto huidizo y esquivo. Sin
embargo, esta dificultad para entender la divinidad no me impide ver
a Dios en cada acto solidario, en cada gesto de entrega y estima al
prójimo que realizan tantos creyentes, precisamente porque creen.
¡Qué idea luminosa, qué ideal tan elevado sacude la vida de miles
de personas que un día deciden salir de su casa, cruzar fronteras y
horizontes, y aterrizar en los lugares más abandonados del mundo, en
aquellos agujeros negros del planeta que no salen ni en los mapas!
¡Qué revuelta interior tienen que vivir, qué grandeza de alma
deben de tener, mujeres y hombres de fe, qué amor a Dios que los
lleva a entregar la vida al servicio de la humanidad! No imagino
ninguna revolución más pacífica ni ningún hito más grandioso.
Vivimos
tiempos convulsos, que nos han dejado dañados en las creencias,
huérfanos de ideologías y perdidos en laberintos de dudas y miedos.
Somos una humanidad frágil y asustada que camina en la niebla, casi
siempre sin brújula. En este momento de desconcierto, amenazados por
ideologías totalitarias y afanes desaforados de consumo y por el
vaciado de valores, el comportamiento de estos creyentes, que
entienden a Dios como una inspiración de amor y de entrega, es un
faro de luz, ciertamente, en la tiniebla.
Hablo
de ellos, de los misioneros, y esta palabra tan antigua como la
propia fe cristiana —no en vano los cristianos empezaron a salir de
su tierra, para ir a la tierra de todos, desde los principios de los
tiempos—, esta palabra, decía, ha sido ensuciada muchas veces,
arrastrada por el fango del desprecio. Es cierto que los misioneros
tienen un doble deseo, una doble misión: son portadores de la
palabra cristiana y, a la vez, servidores de las necesidades humanas.
Es decir, ayudan y evangelizan, y pongo el acento en este último
verbo, porque es el que ha sufrido los ataques más furibundos, sobre
todo por parte de las ideologías que se sienten incómodas con la
solidaridad, cuando se hace en nombre de Cristo. De esta incomodidad
atávica, nace el desprecio de muchos.
Es
evidente que las críticas históricas a determinadas prácticas en
nombre de la evangelización son pertinentes y necesarias. Estoy
convencida, leyendo el Nuevo Testamento, de que el mismo Jesús las
rechazaría. Pero no estamos en la Edad Media, ni hace siglos,
cuando, en nombre del Dios cristiano, se perpetraron acciones poco
cristianas. Desgraciadamente, el nombre de todos los dioses se usa en
vano para hacer el mal, y este hecho tan humano tiene muy poco que
ver con la idea trascendente de la divinidad. Pero, al mismo tiempo,
hay que poner en valor la entrega de miles y miles de cristianos que,
a lo largo de los siglos, han hecho un trabajo de evangelización,
convencidos de que difundir los valores fraternales, la humildad, la
entrega, la paz, el diálogo, difundir, pues, los valores del mensaje
de Jesús, era bueno para la humanidad. Si es pertinente hacer
proselitismo político, cuando quien lo hace cree que defiende una
ideología que mejorará el mundo, ¿por qué no ha de ser pertinente
llevar la palabra de un Dios luminoso y bondadoso, que también
aspira a mejorar el mundo? ¿Por qué, me pregunto —y es una
pregunta retórica—, hacer propaganda ideológica es correcto, y
evangelizar no lo es? Es decir, ¿por qué ir a ayudar al prójimo es
correcto cuando se hace en nombre de un ideal terrenal, y no lo es
cuando se hace en nombre de un ideal espiritual? Y me permito la
osadía de responder: porque los que lo rechazan lo hacen también
por motivos ideológicos y no por posiciones éticas.