Autor: Rafael González
Era domingo, y Mariana, como todos los domingo a las seis de la tarde, esperaba a su esposo para salir a cenar. Tenían seis meses de casados y ya era una costumbre esa salida; Daniel era de mediana estatura, joven, apuesto y soñador, era su gran amor, estaba tan enamorada, que cada vez que lo veía, era como la primera cita. El sentía lo mismo por su esposa, era la mujer más atractiva que había conocido y a todos sus amigos les hablaba de ella. Poco a poco fueron transcurriendo los minutos, se hicieron las siete y Daniel no venía; le había dicho a Mariana que iba donde su mamá a llevarle unas cosas y que regresaría a la hora de siempre para ir a cenar. A las siete y treinta llegó Daniel y encontró a Mariana, que ya se había cambiado de vestido, recostada en la cama, con cara de pocos amigos. -¿Dónde estabas Dani, que pasó, se te olvidó que teníamos que salir?
-No
mi amor, por supuesto que no, lo que pasó fue que en casa de mi mamá
estaban mis tíos que llegaron de Valencia y se me pasó un poco el
tiempo hablando con ellos, pero olvidarme de ti, jamás, cómo
podría. Anda vístete y vamos a cenar que tengo hambre y aún hay
tiempo. Anda mi amor, vamos. A Daniel le costó convencer a Mariana,
quien a la final se cambió y salieron; Mariana no le habló en todo
el trayecto que caminaron. En realidad el sitio donde comían no
estaba sino a unas cuatro o cinco cuadras y por lo general caminaban.
-¿Mi reina como que está bravita conmigo?, anda mi vida, cambia esa
cara, ven déjame darte un beso. Mariana apartó la cara bruscamente:
-Déjame,
ya sabes que no me gustan tus amapuches en la calle, ¿cómo se te va
a pasar el tiempo sin darte cuenta sabiendo que te estoy esperando
chico? ¡Que irresponsabilidad! -Pero bueno mi amor, ya, dejémoslo
así, lo importante es que estamos juntos. No obstante las adulancias
y humildad de Daniel, Mariana siguió callada y cuando hablaba era
para reprochar. Llegaron al restaurante y comieron como todos los
domingos. Un hombre se acercó a la mesa a vender rosas y Daniel
compró la más hermosa para Mariana, quien la tomó sin decir nada y
la colocó en la mesa. Daniel la miró con honda tristeza y le dijo:
-Mira mi vida, deja la malcriadez. Las personas que se aman no deben
estar enojadas, tan sólo deben amarse y nada más. Cancelaron su
cuenta y partieron a casa. No habían caminado una cuadra, cuando un
vehículo desembocó bruscamente en una esquina y embistió contra la
pareja; Daniel empujó a Mariana hacia un jardín, pero no pudo
evitar que el auto lo arrollara aparatosamente, matándolo de manera
instantánea. En el funeral de Daniel, Mariana se acercó a su ataúd;
en sus manos llevaba la rosa que él le había regalado la noche
anterior en el restaurante y comentó entre llanto: -Adiós mi amor,
perdóname por haberte negado aquel último beso y por no hacerte
feliz los últimos minutos que pasamos juntos. Toma, te regalo esta
rosa que me regalaste, llévatela así como te llevas mi vida toda.
Te amo. Siempre te amaré. Han pasado dos años y Mariana aún sigue
sola; vive en la misma casa y de vez en cuando va al restaurante a
cenar. Lo hace en la misma mesa donde lo hacía con Daniel. Cada vez
que va, compra una rosa roja y recuerda las palabras de su esposo:
“las personas que se aman no deben estar enojadas, tan solo deben
amarse y nada más” Sabias las palabras del señor: “Que no se
ponga el sol sin que no te hayas arreglado con tu hermano”. ¿Acaso
sabemos lo que ocurrirá los próximos minutos?
Autorizada
su publicación.
Publicado:
Domingo 14 de agosto de 2016
Hermosaa..! historia me encanto, una persona simpre tiene que valorar a su pareja.
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